sábado, 2 de octubre de 2010

X y la Espera


La idea era esperar. Pero sentado en una banca al fondo del establecimiento, X no solo esperaba a alguien, sino que además aguardaba una especie de oportunidad. Recluso en la absorción de sus propios pensamientos, parecía esperar su abstracción total: el abandono de toda instancia, pero de su instancia en particular. En su abandono, la idea de esperar tomaba la peligrosa forma de esperar el final, de la desesperanza. Sin embargo, el final no se hace esperar. El final deja en suspenso todas las esperanzas y a todos desesperados, pero no se hace esperar. Por eso X sabía que, en el fondo, lo que esperaba era algo más…
Una mujer llamativamente bella llegó a su lado. Por un inocente prejuicio, el no pudo responderle pronto cuando ella le pidió su orden. La carta era limitada, se constreñía a lo que aparecía en el mostrador del local. A todo lo expuesto allí lo dominaba un aura de lenta agonía, de resignación al paso del tiempo. El mostrador era un viejo mueble de madera fina, con los cristales empañados por el paso del tiempo, que no por la suciedad, exenta de toda la escena como para corroborar su inviabilidad. Los dulces se perdían en la memoria de X, preparados por mujeres que en algún tiempo todavía sonreían y que solo volvían como carcajadas borrosas a su conciencia, evocando un tiempo muy lejano, costumbres muy distintas y propias de gente que pronto ya no estaría. Una época se marchitaba en los postres de ese mostrador y el mismo encanto de la mujer que vino a atenderlo parecía condenado a desaparecer arrastrado por las sentencias intolerables de aquel movimiento absorto en el placer de su propio sufrimiento. Pero no, X, ella no vino a preguntarte por el orden tramado por tus pensamientos, aunque tampoco espere tramitarte como a una orden más. Atenta y servicial, te habla sin proponérselo de una voluntad que tú estás perdiendo.
Una respuesta programada en ti le ha hecho un pedido: el recuerdo de un postre que te preparaba la abuela se impuso. ¿Acaso eso era lo que esperabas, una determinación? No está mal quererlo, no está mal que te refugies en ellas, pienso. Un ángel que merodease en tus pensamientos no podría reprochártelo. Pero los ángeles consienten que la conciencia no estime lo suficiente, pues eso mismo hacen ellos. Y entonces te vez frenado, cedido a la fuerza de propia corrupción: marchito, profusamente marchito. Acaso lo que esperas sea volver a florecer. Así es como te acuerdas que ese postre se llamaba milhojas y que, en el fondo, nunca te gustó mucho.
Fín.

No hay comentarios: